Anna Karenina, Joe Wright

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Ambientada en la Rusia del siglo XIX, narra la historia de una mujer de la alta sociedad, sumida en un matrimonio sin pasión, en el que nunca ha tenido la oportunidad de conocer el verdadero amor; que se ve tentada por un apuesto rompecorazones, y acaba por entregarse a él completamente. La sociedad, su familia, sus amigos y sobretodo, su esposo, la rechazarán por el hecho de anteponer sus sentimientos a la razón. 


La vida de Anna Karenina es un teatro para la sociedad, es por esto que toda la película está representada como un escenario inconstante, que siempre da de cara al público. Todos la miran, es la comidilla de la ciudad. Nadie se acerca si no es para después poder parlotear.

La película es puro baile, puro ballet. Desde la especial presentación del personaje de Anna, hasta los elaborados bailes de salón.

El tren tiene una gran y sutil importancia. De una forma u otra, siempre está presente, ya sea entre los juguetes del hijo de Anna, o tras una cortina. El tren es una representación del viaje de su vida, el camino que recorre.
Llega un momento que no tiene otra vía, y se abandona lanzándose al tren. Pues no es el daño que las ruedas hacen al pasar por encima de su cuerpo las que la conducen a la muerte; es el camino que había elegido lo que la asesina poco a poco por dentro.




Es una película totalmente visual, y mediante las imágenes, transmiten el significado oculto que hay que saber leer entre líneas, como el laberinto en el que Anna juega con su hijo, y en el que se encuentra a Vronsky al decidir divorciarse; o el hecho  de que cuando Vronsky conoce a Anna, y besa su mano por primera vez, el tren arranca, causando la muerte de un pobre trabajador, encargado de revisar las ruedas. Es un presagio escondido de todo lo que acarrea ese encuentro desde su más tierno principio.



La fotografía es perfecta. Cualquier adjetivo exagerado se quedaría corto ante esta obra. El detalle está cuidado al cien por cien. Cada fotograma es una metáfora. Es un regalo para los sentidos.
Cada escena tiene su propio contraste de colores, su propia iluminación, siempre acorde a los sentimientos de Anna y de los demás personajes (azul, cuando está triste, blanco, cuando es feliz junto a su amado, rojo y anaranjado en los momentos de pasión), creando así, de cada escena, un cuadro digno de museo. 


En cuanto al sonido, Dario Marianelli vuelve con sus obras a llenar nuestros oídos de la música más exquisita, como lo hizo en Orgullo y Prejuicio o Atonement. La música, misteriosa y oscura, tiene de fondo un breve matiz a lujuria y engaño. La melodía, repetitiva y aguda, punzante, huele a sospecha disfrazada, y a tragedia.









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